No me gusta la gente que no tiene ideas propias,
la gente que no cree firmemente en algo.
No importa que estén bien o mal,
que sean sus ideas grandes o al final resulten baldías.
Ese no es el punto.
El punto es creer en lo que se hace
y hacerlo con ánimo y pasión.
Creer con el corazón que lo que se hace significa algo,
causa algún bien,
toca a alguien,
sirve para algo.
No me gusta la gente que se deja influir con facilidad.
No me gusta la gente que siempre quiere estar sola,
ni la que nunca quiere estar sola.
Ambas me parecen desconfiables.
No me gusta la gente que oculta sus debilidades.
No me gusta la gente que cuenta todo sobre sí.
No me gusta la gente que esquiva las preguntas, o te responde a ellas con oraciones largas que no dicen nada.
No me gusta la gente que se vanaglorea de nunca haberse enamorado.
No me gusta la gente vulgar que quiere que seas igual que ella.
No me gusta la gente fina que desea adoptes sus gustos.
No me gusta la gente religiosa que quiere compartas su religión.
No me gusta la gente que te quiere de amigo en dependencia de cuanto tienes, o cuánto das.
No me gusta la gente que se toma el crédito de logros ajenos que no ayudaron a conseguir.
No me gusta la gente que miente.
No me gusta la gente que no es generosa,
que evita pagar,
que nunca invita,
o nunca da.
Curiosa y sorprendentemente,
he notado que no me alejo de mucha gente que no me gusta.
Por cada cosa que de ellas no me gusta,
como mínimo dos me encantan.
A la gente no hay que aceptarla.
No hay que entenderla.
No hay que cambiarla.
No hay que justificarla.
Sólo amarla.