Tiempos interesantes los que me han tocado vivir…
Nací en la primavera del año 1984, 25 años después del triunfo de la Revolución Cubana y 22 años antes de que el tirano le cediera el poder a su hermano menor. Este año cumplo 25 años y la revolución cumple el doble. De este modo comencé a pensar y definir el contexto histórico social en que me tocó vivir. Tal vez una época tan interesante como las anteriores, ni más ni menos, pero para mí, la más importante de todas por ser la partícula del tiempo en la que estuve presente y de la que fui testigo.
Mi infancia transcurrió entre juegos con muñecas viejas que habían pertenecido a mi madre y amigos imaginarios que venían a jugar conmigo en el cuarto de atrás de la casona de mis abuelos. Mis primas y yo nos bañábamos bajo la lluvia y cuando no se nos era permitido, mi abuela nos hacía lavarnos el pelo con agua de lluvia, porque “eso era bueno”. Jugábamos con mosquiteros, mi abuelo hacia turrón para los nietos, todos ayudábamos a pelar el maíz para después hacer tamales y harina dulce. La casona colonial de los abuelos fue protagonista de mi infancia. Años más tarde, en una clase universitaria de literatura, un profesor dijo que en la literatura latinoamericana, en especial la caribeña, siempre aparecía una casona colonial y yo me pregunté cómo no iba a hacer así, si casi todos asociábamos nuestra infancia con un caserón colonial, fresco y muchas veces de madera, a veces de dos pisos, con un pasillo largo y un jardín interior.
Tengo muchos recuerdos felices del tiempo en que viví Cuba, los 12 primeros años de mi vida. Sólo después me di cuenta que crecí sin creer en los reyes magos y mucho menos en Santa Claus, su equivalente anglosajón. A mi madre le tocó vivir la época en la que algunos niños cubanos todavía podían creer en los reyes, mas me cuenta que llegó el momento en que mi abuelo no podía regalarle a las tres, a sus dos hermanas y a ella, y les dejó un par de sandalias a cada una cuando habían pedido bicicletas. Cuenta también que una de mis tías se echó a llorar cuando vio aquello, pero lo peor ocurrió el año en que no recibieron regalos y mi abuela les explicó que los camellos se habían cansado, no encontraron qué comer y no habían llegado a Colón. El pueblo estaba y sigue estando rodeado de hierba. Pero se les explicó qué Egipto quedaba extremadamente lejos. No sé decir cuál fue el año exacto en que los reyes magos dejaron de llevarle regalos a los niños de Colón y de paso, a todos los niños de Cuba. Mas si yo hacemos una encuesta en la isla, no encontraremos un niño que crea en Papa Noel, reyes magos, ni Santa Claus. Puedo decir con plena seguridad, que ningún niño nacido en, o después del 84 creyó en los reyes magos. Tampoco recuerdo haber recibido regalos por navidad antes de los 12 años, edad en que salí de Cuba. Esa fue una acostumbre que adquirí en el exilio. En mi última navidad en la isla, pude tener y decorar a mi gusto por primera vez un arbolito de navidad. Ello gracias a que mi tía, quien visitaba Cuba proveniente de España, compró por dólares en la shopping.
Mi mamá dice que le hubiese gustado verme creer en los reyes magos. Ella tal vez hubiese podido complacer uno que otro capricho mío, pero no se atrevió a hacerlo, porque mis compañeros de aula me hubiesen dicho que no existían los tales reyes y que de existir, a ellos no les traían nada: “No podía decirte que habían reyes magos, cuando ningún niño creía en ellos. No todos los padres podían hacerle regalos a sus hijos” Sin ponerse de acuerdo, los padres cubanos parecieron llegar al consenso unánime de olvidar la tradición y pasaron a preocuparse por problemas más apremiantes como: qué puedo ponerles de comida en la mesa hoy a mis hijos?
Creo que me han tocado vivir tiempos muy interesantes. Aunque los mayores por ser más concientes los sufrieron más, recuerdo el mal llamado “período especial”, que no fue más que la crisis económica y alimenticia que provocó en Cuba la caída de la Unión Soviética en el 92. En esos años no se encontraba nada de comer en Cuba, por ninguna parte. Se pasó hambre y se tomó mucha agua con azúcar. Fui dichosa, no me recuerdo pasando hambre. Sí recuerdo haber tomado agua con azúcar.
Llegué a Miami joven. Aprendí inglés. Me gradué de high school aquí y después fui a la universidad. Los cubanos que llegan ahora me dicen cubanamericana, porque creen que he adoptado muchas de las costumbres de acá y los hijos de cubanos nacidos aquí me llaman cubanita. Tengo 24 años y he vivido tanto tiempo fuera de Cuba como adentro y he llegado a la conclusión que aunque me pase el resto de mi vida fuera de mi país, siempre seré de allí y siempre me autollamaré cubana.
Salí de Cuba en el 96. No pertenezco al llamado exilio histórico que se fue en los sesenta, ni a los cubanos del Mariel que llegaron en los ochenta. Tengo amigos “que saltaron el charco”, como decíamos álla, en los años noventa, durante el llamado éxodo de los balseros. Otros se ganaron la lotería de visas, o escaparon por terceros países y cruzaron la frontera. Esta es mi generación, la que estaba en Cuba cuando la canción “Arriba de la bola” se hizo por popular, la que bailó El carnavalito y La Macarena en las calles, la que veía “Voy a pedir pa’ ti lo mismo que tú pa mí” en Colorama. Me identifico con la gente que vio muñequitos rusos, Arcoiris musical, Pocholo y su pandilla, las aventuras de Lorencito, Los papaloteros, los aeróbicos con Rebecca y mil cosas más. Entiendo lo que significa escapar a otra realidad con las novelas brasileñas como Mujeres de arena, Doña bella, Felicidad y otras más.
Si regreso ahora Cuba, enseguida notan que no soy de allí. Si digo que soy cubana y me ven con un novio alemán, o americano se creen que fui jinetera. Esa realidad me insulta, me irrita, me pone lívida de rabia. Mas una de las ventaja de pertenecer a este espacio de tiempo en que me tocó vivir, es tener la posibilidad de ver en Cuba el cambio que mi abuelo tanto soñó y se murió sin ver: una isla capitalista, democrática, libre. Unas calles habaneras en las que se hable de todo y todo se pueda criticar. Una juventud con esperanza. Un pueblo que no quiera salir huyendo de la tierra que lo vió nacer. Una generación que crea y espere la llegado de los reyes magos.
Lo que más interesante me parece de los tiempos que me tocaron vivir es la posibilidad de estar viva para ver cambios.
Mi infancia transcurrió entre juegos con muñecas viejas que habían pertenecido a mi madre y amigos imaginarios que venían a jugar conmigo en el cuarto de atrás de la casona de mis abuelos. Mis primas y yo nos bañábamos bajo la lluvia y cuando no se nos era permitido, mi abuela nos hacía lavarnos el pelo con agua de lluvia, porque “eso era bueno”. Jugábamos con mosquiteros, mi abuelo hacia turrón para los nietos, todos ayudábamos a pelar el maíz para después hacer tamales y harina dulce. La casona colonial de los abuelos fue protagonista de mi infancia. Años más tarde, en una clase universitaria de literatura, un profesor dijo que en la literatura latinoamericana, en especial la caribeña, siempre aparecía una casona colonial y yo me pregunté cómo no iba a hacer así, si casi todos asociábamos nuestra infancia con un caserón colonial, fresco y muchas veces de madera, a veces de dos pisos, con un pasillo largo y un jardín interior.
Tengo muchos recuerdos felices del tiempo en que viví Cuba, los 12 primeros años de mi vida. Sólo después me di cuenta que crecí sin creer en los reyes magos y mucho menos en Santa Claus, su equivalente anglosajón. A mi madre le tocó vivir la época en la que algunos niños cubanos todavía podían creer en los reyes, mas me cuenta que llegó el momento en que mi abuelo no podía regalarle a las tres, a sus dos hermanas y a ella, y les dejó un par de sandalias a cada una cuando habían pedido bicicletas. Cuenta también que una de mis tías se echó a llorar cuando vio aquello, pero lo peor ocurrió el año en que no recibieron regalos y mi abuela les explicó que los camellos se habían cansado, no encontraron qué comer y no habían llegado a Colón. El pueblo estaba y sigue estando rodeado de hierba. Pero se les explicó qué Egipto quedaba extremadamente lejos. No sé decir cuál fue el año exacto en que los reyes magos dejaron de llevarle regalos a los niños de Colón y de paso, a todos los niños de Cuba. Mas si yo hacemos una encuesta en la isla, no encontraremos un niño que crea en Papa Noel, reyes magos, ni Santa Claus. Puedo decir con plena seguridad, que ningún niño nacido en, o después del 84 creyó en los reyes magos. Tampoco recuerdo haber recibido regalos por navidad antes de los 12 años, edad en que salí de Cuba. Esa fue una acostumbre que adquirí en el exilio. En mi última navidad en la isla, pude tener y decorar a mi gusto por primera vez un arbolito de navidad. Ello gracias a que mi tía, quien visitaba Cuba proveniente de España, compró por dólares en la shopping.
Mi mamá dice que le hubiese gustado verme creer en los reyes magos. Ella tal vez hubiese podido complacer uno que otro capricho mío, pero no se atrevió a hacerlo, porque mis compañeros de aula me hubiesen dicho que no existían los tales reyes y que de existir, a ellos no les traían nada: “No podía decirte que habían reyes magos, cuando ningún niño creía en ellos. No todos los padres podían hacerle regalos a sus hijos” Sin ponerse de acuerdo, los padres cubanos parecieron llegar al consenso unánime de olvidar la tradición y pasaron a preocuparse por problemas más apremiantes como: qué puedo ponerles de comida en la mesa hoy a mis hijos?
Creo que me han tocado vivir tiempos muy interesantes. Aunque los mayores por ser más concientes los sufrieron más, recuerdo el mal llamado “período especial”, que no fue más que la crisis económica y alimenticia que provocó en Cuba la caída de la Unión Soviética en el 92. En esos años no se encontraba nada de comer en Cuba, por ninguna parte. Se pasó hambre y se tomó mucha agua con azúcar. Fui dichosa, no me recuerdo pasando hambre. Sí recuerdo haber tomado agua con azúcar.
Llegué a Miami joven. Aprendí inglés. Me gradué de high school aquí y después fui a la universidad. Los cubanos que llegan ahora me dicen cubanamericana, porque creen que he adoptado muchas de las costumbres de acá y los hijos de cubanos nacidos aquí me llaman cubanita. Tengo 24 años y he vivido tanto tiempo fuera de Cuba como adentro y he llegado a la conclusión que aunque me pase el resto de mi vida fuera de mi país, siempre seré de allí y siempre me autollamaré cubana.
Salí de Cuba en el 96. No pertenezco al llamado exilio histórico que se fue en los sesenta, ni a los cubanos del Mariel que llegaron en los ochenta. Tengo amigos “que saltaron el charco”, como decíamos álla, en los años noventa, durante el llamado éxodo de los balseros. Otros se ganaron la lotería de visas, o escaparon por terceros países y cruzaron la frontera. Esta es mi generación, la que estaba en Cuba cuando la canción “Arriba de la bola” se hizo por popular, la que bailó El carnavalito y La Macarena en las calles, la que veía “Voy a pedir pa’ ti lo mismo que tú pa mí” en Colorama. Me identifico con la gente que vio muñequitos rusos, Arcoiris musical, Pocholo y su pandilla, las aventuras de Lorencito, Los papaloteros, los aeróbicos con Rebecca y mil cosas más. Entiendo lo que significa escapar a otra realidad con las novelas brasileñas como Mujeres de arena, Doña bella, Felicidad y otras más.
Si regreso ahora Cuba, enseguida notan que no soy de allí. Si digo que soy cubana y me ven con un novio alemán, o americano se creen que fui jinetera. Esa realidad me insulta, me irrita, me pone lívida de rabia. Mas una de las ventaja de pertenecer a este espacio de tiempo en que me tocó vivir, es tener la posibilidad de ver en Cuba el cambio que mi abuelo tanto soñó y se murió sin ver: una isla capitalista, democrática, libre. Unas calles habaneras en las que se hable de todo y todo se pueda criticar. Una juventud con esperanza. Un pueblo que no quiera salir huyendo de la tierra que lo vió nacer. Una generación que crea y espere la llegado de los reyes magos.
Lo que más interesante me parece de los tiempos que me tocaron vivir es la posibilidad de estar viva para ver cambios.
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