Disfrutar plenamente cada momento y actividad,
dormir como si no hubiera mejor descanso,
jugar sin perder la concentración
y mantener ante todo y cualquier evento,
por muy simple, e insignificante que éste sea,
una alegría perenne,
un entusiasmo profundo, emergente, insaciable.
Mostrarle a los seres que quiero que los quiero,
ofreciéndoles una compañía silente,
quedándome callada y llanamente a su lado,
sin moverme, hablarles, ni jugar con ellos,
regalándoles mi presencia,
como muestra de que ellos no están solos en la casa,
de que yo estoy a su lado,
acompañándolos leal y fielmente,
dulce y amorosamente,
feliz y tiernamente,
sin pedir nada a cambio,
sin ponerles condiciones.
Defender a los que quiero.
Picazo, a pesar de ser pequeño y pesar apenas 5 libras,
cuando escucha un ruido ladra como si fuese grande,
e intenta defenderme aunque esto sea imposbible.
Alegrarme genuinamente al ver a un ser querido,
sin reprocharle que no se haya ocupado de mí,
que no me haya llamado, ni escrito en todo el día.
Picazo no parece recordar nada malo cuando me ve.
Aunque ese día haya salido tarde y no haya podido despedirme de él,
aunque al llegar no lo haya ido inmediatamente a saludar
y no le haya tocado su cabecita como tanto le gusta,
siempre me recibe saltando de felicidad,
me saca la lengua como si sonriera,
mueve su colita en señal de alegría
y me sigue a todas partes para no perderme pie ni pisada.
Picazo actua como si no recordase que lo dejé el día entero solo,
que lo saqué de abajo del sofá, donde a él le gusta esconderse,
para regañarlo por haberme roto un libro, o tumbado un cuadro.
A él no le importa nada más que mi presencia en ese momento.
Con que yo le pase la mano,
le de agua, un plato de comida y lo lleve a caminar por el parque,
Picazo se ve infinitavemente agradecido,
conmovedoramente feliz,
con el mero hecho de estar vivo.